Sunday, September 11, 2011

Cábalas I

La chiringa con la carta para Justin Case se perdió entre las nubes bajas, y el Bibliotecario se sumió en sus pensamientos; los últimos desastres habían acabado con las comunicaciones, pero aún quedaban aquellos recursos del obispo disidente de Vindobona. Sin embargo, no era en eso en lo que pensaba, sino en si aquella carta había sido oportuna; como siempre que se hacía esa pregunta, ya era tan tarde que poco importaba la respuesta, así que volvió a pensar en Inga. El posible vínculo de Inga con los cultos secretos de Lilit era peligroso, muy peligroso; es decir, era una posibilidad tentadora, y en todo caso se correspondía con la velada sugerencia de los arcanos menores en las portadas de los códices.


El orden no era evidente, pues a los conflictos de la espada le seguía la compasión de la copa; según eso, la compasión sugería algún tipo de comprensión, seguida de los trabajos del basto, y culminaría con el triunfo del oro. Era un curso extraño, pero más extraño era que aún no envolviera a los arcanos mayores; en los que, si Inga era la Sacerdotisa, faltaba revelar quién era el Mago, el benéfico urdidor. ¿Pero había mentido Saulo cuando manipuló su discurso en el Areópago?, se preguntó; ¿no decía el salmo que el Señor [desconocido] se había levantado en la asamblea de los dioses [¿Eloim?] y escogido la parte de Jacob para si?. ¿Si la resurrección de Inga provocó el desastre, con la corrupción del viejo aristócrata en la espada, qué depararía esta nueva aventura con la copa?; aquí el Bibliotecario sonrió, mientras acariciaba su desvencijado tomo de las Liliticas, porque el secreto siempre volvía a las mujeres. Se acordaba de Lisistrata, de la que siempre se dijo que encabezaba una cofradía de Lilit; y al final, lo cierto era que la consistencia del reducto radicaba en su sentido del placer, que siempre era administrado por las mujeres.


Ese era el secreto, y la comprensión estaba cifrada en el As de copas; el placer, que fue lo que se corrompió con la supuesta inteligencia de los hombres, tan primarios. Los hombres —recordó— eran de la raza de Caín, porque Abel había muerto a manos suyas; de ahí la necesidad de una redención, que por otra parte no podía venir de las sometidas hijas de Eva. Sin dudas, todo estaba bien, Inga descubriría en algún momento su ascendiente en la casta de Lilit; esa mujer que respingaba reclamando la misma posición en el sexo, y que se había negado a la mediocridad perenne del misionero.

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