La difamación acusaba a Lilit de convertirse en un demonio de la lujuria, en un súcubo; como si una criatura hecha de barro, como Adam, pudiera convertirse en un demonio. Fue entonces el temor de Adam lo que le llevó al intento de someterla, con aquella ridícula posición en el sexo; !Siempre es el sexo! –divagó–, si hasta Freud lo que hizo fue plagiar a los dioses tibetanos, para los que el mundo es su propia cópula; el sexo, tan simple y tan a mano, tan poderoso y venido a menos. La condena de Lilit fue funesta, devastadora, pero su persistencia avisaba de su búsqueda de una reivindicación; la mentira no puede permanecer, no tiene consistencia, y esa copa del placer —usurpada por los del Club— indicaba que se trataba de compasión y conocimiento profundo. De ahí que el poder real del placer permaneciera siempre en las mujeres libres, difamadas como Lilit; era lógico, las mujeres libres eran de su casta, y todas llamadas al sacerdocio liberador del sexo desinhibido. Eso también explicaba la desconfianza de las hijas de Eva respecto a los afeminados, que serían devotos de Lilit; porque con ellos, ella amenazaba la estabilidad urdida con artimañas, y resquebrajaba la falsa paz de los sometimientos. Si los treinta y dos perfectos vigilan el universo y habían permitido esa persistencia de Lilit, esa era entonces la respuesta; habría que esperar los acontecimientos —se regocijó—, porque ningún evento termina antes de su vencimiento.
Ana, patrimonio nacional
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