Sunday, August 14, 2011

Comienzo y Fin para Tetralogía

El alfabeto es el mundo y en sus elementos están los del mundo, permútalos incansablemente; por tus dedos discurrirá el nombre que buscas, pero no lo sabrás, si lo supieras te mataría el espanto. La grave sentencia era del sibarita enloquecido que se había metido ermitaño, y retumbaba en el aburrimiento del bibliotecario; sea —se dijo—, hagamos cábalas, ¿qué importa que no se vea el resultado, si igual existe?. Fue en ese instante que comprendió el misterio, que el caos no existe; todo derrumbe es la construcción de otro orden, en otras dimensiones incluso. La profundidad del concepto, como el espanto de que hablara el sibarita, lo sobrecogió; porque ahora todo tenía sentido, la reina, Inga, Victoreto, el Manierista y el Periodista, todos pervivían; él era el que estaba fuera, pero actuando como otra determinación de aquel orden nuevo en el que no cabía, por eso podía verlo.

Tenía que haber sido así, como si sin darse cuenta todos hubieran susurrado a coro el Nombre; y la resurrección de Inga había sido el chasquido de dedos con que la reina daba comienzo a otro mundo. ¿Acaso su genealogía no era espiral, como Fi?; de ahí su intervención en los sucesos definitorios alrededor del Códice, cuando viajó en misión secreta a Patrmos. La imprudencia del Periodista había expuesto el secreto del mundo, por eso había ocurrido el fin; y de ahí los cataclismos, que acabaron con toda la era imaginaria del Hedonismo Thamacunés, y que lo habían sumido en cierta melancolía. El canto de extraño pajarillo llamó su atención desconcentrándolo, como otra señal que confirmara sus pensamientos; llenó sus pulmones con el aire marino de Alejandría, y se dirigió al antiguo Instituto de Cine Thamacunés, porque una buena epopeya es lo que hacía falta.

Wednesday, August 10, 2011

The fairy tale of the Librarian, the princess and the dragoon

El Bibliotecario estaba tranquilo, intuía que el Manierista lo estaba en el cielo en que cocinaría eternamente para la reina; y a juzgar por el aroma que llegaba a las playas desoladas de Alejandría, debía estar muy ocupado con una receta nueva, algo como T-Bone Steak in Chocolate's Bitter Mushroons. Las ruinas se extendían a todo lo largo de la antigua West Havana, él era como otra ruina del barrio; pero una ruina viva y vivaz, como siempre, que recogía en su perfil el antiguo esplendor del lugar. Tenía que hacer algo para poblar sus días, siquiera en esa forma contemplativa de que se ufanaba; lo que no debía ser un problema, puesto que siempre había tenido algo que hacer, era cuestión de naturaleza. En lo que se le ocurría algo nuevo, tomó de la vieja biblioteca derruida un simple librillo de fairy tales; claro, ya conocía el argumento, pero el prólogo, escrito en tinta simpática y el famoso Código Rosa, era siempre la mejor parte del cuento.

Había un príncipe y una princesa, que eran dos príncipes o dos princesas, o all of the above; porque en realidad se trataba de que en su mutua atracción mutaban constantemente, con el sólo propósito de producirse y recibir placer puro en el cumplimiento de sus deseos. Había un dragón que no era dragón, sino una cueva donde vivía el dragón; la gente aterrorizada los identificaba, pero en la cueva vivía el alcalde desposeído de un antiguo ducado, que se dejó secuestrar por el dragón. El alcalde pensaba que llamando a un príncipe podía hacer respirable aquel ambiente del dragón, y por eso convocó a la cueva a uno de los dos príncipes; claro, recordemos que es Código Rosa, así que realmente pensó solazarse con la princesa, sólo que como la condición era intercambiable resultó convocando a uno de los dos príncipes.

El otro príncipe no quería que el primero se expusiera al fétido aliento del dragón en la cueva, pero el primero quería regalarle una joya que sólo podía acrisolarse en aquel fuego terrible; el otro príncipe persistía, pero no pudo resistir la galantería del primero, que a todo se exponía para regalarle una joya. Al fin y al cabo, concedió el otro príncipe, lo propio del amor no es consumarse sino ser amor; sus propias palabras retornaron a él, recordándole que las cosas existen por su propia razón y no de acuerdo a una circunstancia más o menos adversa. También al final, la princesa enclaustrada era como la nube de aromas de las especies del Manierista; era sólo el placer de los dos príncipes, era ella la amenazada por el dragón, y era lo que el primer príncipe iba a rescatar. Por eso, el otro príncipe se reclinó lánguido, a esperar la joya prometida; nada —pensó— como un corazón tornado de oro acrisolado por el enfrentamiento al fuego de la maldad, si como es cierto el Mal sólo existe para enaltecer la Bondad. El otro príncipe se tornó princesa, para ver la partida del primero en su armadura de plata; y aquí se terminaba el prólogo en tinta simpática y Código Rosa, porque era —más terrible que nunca— ¡El códice, Thamacún!.