Saturday, September 7, 2013

El Bibliotecario XVII



Abrumado por el inusitado poder que le otorgaba aquel simple interruptor eléctrico, el Bibliotecario se encaminó al Archivo Real de Nuevo Songo; quizás allí, entre los viejos manuscritos del reino, encontraría la respuesta sobre qué hacer. El problema —recordaba— no era el acto mismo de volver a la vida a Nuevo Songo; Nuevo Songo era eterno —relativamente, claro— como él mismo, y poco importaba en qué estado lo era, porque su importancia era la misma. El problema —concluía— era si aquel gesto displicente de volverlo a la vida valía la pena… sin aquellos ojos azules del General Victoreto; porque quizás Victoreto resurgiera de alguna de aquellas neveras que poblaban los sótanos del reino, ¿pero… sería el mismo, no estarían sus ojos velados por las cataratas y el astigmatismo?

Así cavilando llegó al imponente edificio de los Archivos, majestuoso a pesar de la desolación, y encontró el depósito de los manuscritos antiguos; pero todo le era conocido y poco esclarecedor, claves para el código rosa, apotegmas de los gimnosofistas y la leyenda deleznable de Madlove, el bandido devenido pintor de las cortes. Pero fue junto a una de las historias sobre maléfico Madlove que se topó con un rollo que se refería al Duque; y la proximidad de los mismos no lo sorprendió, pues era parte de la leyenda que la ruina del Duque se debía a la influencia del bandido, pero le dio nostalgias el revolver los recuerdos; porque aquella figura, todavía mítica, había detentado la admiración pública antes de hundirse en la más humillante ignominia.

El Duque había sido el líder de un paraje de ensueño, ilustrativamente conocido como La Playa por ser un lugar en el que todo se subordinaba al placer; y fue tanto el prestigio y la prosperidad de que gozó, que la reina de Nuevo Songo le otorgó un ducado en su propia comarca. Pero el Duque andaba en tratos con el pérfido Madlove, que seducía a los incautos halagándoles la vanidad con la promesa de un retrato; y la primera señal de deterioro se vio cuando el Duque comenzó a renegar del placentero nombre de su comarca, tratando de cambiarlo por uno más serio, como si se tratara de una corbata. Llegó al punto de cerrar el predio, y sólo una revuelta popular le hizo reabrirlo; sin embargo, más adelante volvió a cerrar el coto, el tiempo que se mudaba a un nuevo reducto con el rimbombante nombre de un club; al que de hecho pensaba atraer a sus antiguos colaboradores, pero esta vez como súbditos. Sólo consiguió la adulación de algunos aventureros, como el mismo Madlove y un líder juvenil que se había alzado con el premio a la frase trascendente; y a esas alturas, la verdad es que hasta el mismo Madlove se limitaba a alguna que otra adulación vigilante, como un súcubo del Maligno que era.

El Bibliotecario puso a un lado el manuscrito con una mueca de asco, pues ya la nostalgia revivía las angustias de aquellos enfrentamientos; y comprendió que por allí no llegaría a ninguna parte, e incluso era probable que la mejor opción fuera dejar a Nuevo Songo en su hibernación. Igual —volvió a recordar—, Nuevo Songo ya existía, el hecho era irreversible y eterno; con eso era quizás suficiente, incluso si él continuaba su propia existencia en solitario, que al fin y al cabo era un monje…

…fue ahí cuando se le apareció la figura venerada de Santa Elvira de Nuevo Songo.

Wednesday, September 4, 2013

Hibernatus

El Bibliotecario escupió algunas maldiciones mezcladas con algas y agua mientras salía del mar, extenuado; no lo podía creer aun, pero tendría que aceptarlo y seguir con esa especie de maldición. Había sobrevivido, había intentado los más raros pactos con el escritor, y aun así lo todo lo había sobrevivido; claro, comprendió finalmente, en esta dimensión suya la muerte no existía, él era un personaje de ficción, y por tanto era eterno… al menos mientras viviera el autor; porque este le era como Dios, y así lo sostenía a él como el dios de los humanos a su creación —volvió a maldecir—. Podía desaparecer, pero eso era solo eventual y nunca definitivo; en esta dimensión suya, una vez que se existía era para siempre, incluso sin que la suerte que eso le depara fuera importante. Caminando por la playa hayo un caminito que se retorcía, internándose en la uva caleta, y en lontananza vio una torre medio derruida; a ella encamino sus pasos entre maravillado y curioso, y resignándose ya a esta sobrevivencia suya. El letrero caído a un costado del camino lo dejo estupefacto, anunciaba la entrada a Nuevo Songo del Norte; pero se repuso, pues comprendió que aquello formaba parte de su pathos, que era literario, y en algún momento le encontraría el sentido.

La casualidad no existe, aquel lugar común de los seres humanos era terriblemente estricto en su caso; y así, entre resignado y todavía curioso, se adentró en la destruida ciudad, dirigiéndose a la torre, que —adivinó— había cobijado al Manierista. No lo esperaba, pero tampoco le causó sorpresa el hallazgo; allí, en la primera planta y como para que lo viera el primero que entrara, estaban ellos en sus sarcófagos. En realidad se trataba de neveras, cuyas puertas de cristal revelaban al personaje que las ocupaba; y en la primera estaba la princesa Unisexy López, congelada en un gesto eterno de su eximia dance du petit chian; luego se reconoció a sí mismo, casi como si enfrentara un espejo, en los rasgos helados del Manierista, que era como un reflejo suyo. Más allá, como no podía ser de otro modo, un refrigerador de tres puertas cobijaba a Leididí Usnavi Burundanga I; a la que el librero miró por primera vez, comprendiendo el extraño destino de su amigo. Al lado de esta nevera estaba el interruptor que detendría y revertiría este proceso de hibernación de Nuevo Songo, donde él imaginaba los sótanos llenos de neveras llenas de gente; pero él no sabía si quería hacerlo, la posibilidad lo tentaba, pero… sin aquellos ojos azules del General Victoreto…